#MolinosQuijote

Desde el molino la vista alcanzaba todo el pueblo. Ahí estaba, con sus vidrios rotos, la fábrica donde no había querido trabajar. Allá estaban las casas nuevas de Carrasco, donde mis antiguos compañeros sobrellevaban sus crisis, la de todos y la personal de cada uno, como yo lo mía.

Hace unos años no quería acordarme ni del nombre de aquel pueblo. Pero yo también había caído en las redes sociales y, cuando alguien propuso que nos reuniéramos todos los de clase, me atrajo volver a saber del Curita, el Barbero (cada mote tenía su historia pero no es esta) y aquellos otros chavales entre los que había pasado mis primeros años.

Mientras nos poníamos al día y hacía recuento de daños (Aldonza ya no era la princesa que me parecía entonces aunque los millones de Carrasco lo disimulaban), me preguntaban cómo me iba en Barcelona. Yo me zafaba con vaguedades y les devolvía la pregunta. A la gente le gusta hablar de sí misma y yo prefería escucharles a volver a contar mis miserias. Al final la pregunta que no faltaba: “Sancho, ¿qué sabes de Jota? Os fuisteis juntos, ¿no?”. Poco podía decirles.

A todos los chavales se nos había ido la adolescencia en poco dormir y mucho soñar, pero solo Jota y yo habíamos seguido adelante con nuestros sueños. Barcelona se nos antojaba el primer paso del triunfo, donde nos codearíamos con aquellos melenudos con guitarras brillantes que veíamos en las portadas de los discos.

No es que “nos golpeara la realidad”, simplemente nos cayó encima y nunca salimos de ella. Conseguimos actuar (¡“La razón de la sinrazón”, el nombre que nos parecía de perlas en la tercera fila del cartel!) en varios festivales, hasta en algunos que en aquellos años tenían su renombre como el Rock Guinart. En otras actuaciones salimos quemados en el orgullo y en el bolsillo. Del Atari incluso volví molido a palos. En medio colaborábamos en trabajos alimenticios. Pero nunca llegaba “el éxito”. No teníamos el talento que nos creíamos en nuestro pueblo manchego.

Con el tiempo me fui acostumbrando a mi mediocridad y busqué lo que mis padres llamaban “un trabajo serio”. De Jota sabía lo que me contaba Hamid, un conocido común, y lo que me contaba cada vez me gustaba menos. Había conocido a Blanca, una chica que le llevó a lo que él llamaba el “lado salvaje” de la música. Yo alguna vez me tomé con ellos lo que llamábamos un “fierabrás” junto a la playa. Por poco no lo cuento. Jota en cambio siguió con Blanca y sus amigos.

Ya me avergonzaba que me relacionasen con aquel yonqui, que es en lo que se estaba convirtiendo. Cuando hablabas con él, todo eran castillos en el aire, “estaba en tratos con alguien”, “no faltaba nada para despegar” y habría un sitio para mí en el proyecto. Semanas después, Hamid me desengañaba. Jota seguía dando tumbos y perdiendo por un lado lo poco que ganaba por otro.

Pasaron los 27 años y ninguno de los dos entró en el club de los que dejan un bonito cadáver. Mi vida decente y mi trabajo serio me llevaron por otro camino y apenas me acordaba del pueblo y de Jota.

Por eso, cuando, después de la reunión de antiguos alumnos, Jota me contactó, no sé si la curiosidad, el afecto o la nostalgia me llevaron a quedar con él en este molino donde estoy esperando.


– “Sancho, ¿eres Sancho? Estás cambiado”.

– “Eh, tú eres Jota entonces, claro. Tú sí que estás cambiado.” – Me muerdo la lengua para no decir lo mal que le veo.

Vuelvo a recitar las generalidades que había contado en la reunión, pero Jota está en otra cosa. Le pregunto por su vida, le comento, como al caso, que uno de los excompañeros quiere montar un negocio de ganadería:

-“Si estás pensando quedarte en el pueblo, puedes hablar con Carrasco que dijo que necesita gente.”

– “Sancho, Sancho, sabes que eso son sueños como los que nos contábamos ahí.” – Señala al parque junto junto a la tienda de discos (Entonces el pueblo tenía una tienda de discos) – “¿Me ves tú de Alonso, el pastor?”

Alonso es su apellido, por el que le llamaba la policía y los médicos. Para nosotros siempre ha sido Jota. Notando una tensión en su voz que no era la de las fantasías de Barcelona, le pregunto “¿Estás bien, Jota?” sabiendo que no lo está.

– “Casi te digo que no he estado mejor en mi vida. Que ahora veo claro y reniego de todas aquellas fantasías. Nunca seré una estrella del rock y nunca pude serlo. Tendría que haber hecho como tú y conformarme con lo que puedo ser, que es bien poco.”

La tensión se ha ido. Le interrumpo e intento avivar los viejos sueños. Jota será yonqui pero no idiota. No lo estoy convenciendo. Le cuento lo que es mi vida y lo que pienso de mí mismo cada mañana de lunes, intentando animarlo por contraste. Se sonríe: “Metafísico estás”. Por supuesto lo que digo no sirve de nada y, aunque sirviera, veo que no me está haciendo caso. De pronto cae desmayado. Intento recuperarlo mientras llamo a emergencias y veo como la ambulancia sube por la carretera del molino. Me preguntan y respondo como puedo. Se lo llevan.


He hablado con el médico. Oigo palabras que no puedo comprender. Da igual lo que me diga. Ahora creo que Jota, Alonso, había ido al molino a morir, mirando el pueblo y conmigo al lado.

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