Enseñar a tu sustituto

Mateo le enseña a Lucas la tabla de caídas. Sabios británicos calcularon qué longitud de cuerda hay que dejar para que el peso del cuerpo rompa el cuello del condenado. Demasiada larga y le arrancará la cabeza. Demasiado corta y la soga lo estrangulará durante varios minutos. Lo mejor es una sacudida que lo mate lo antes posible. Se trata de justicia, no venganza; o así se justifican.

Mateo le recomienda que se fije en las notas manuscritas en la tabla. La experiencia le había enseñado que esos sabios británicos no siempre acertaban. No todo estaba calculado. Aquella mujer menuda capaz de asesinar a su hijastro, o el soldado de la guardia presidencial, elegido por su imponente estatura más que por su lealtad, hicieron que el verdugo tuviera que extrapolar y sumar o restar unos centímetros guiado por su intuición. Lo imprevisto se había hecho algún hueco, pero pocas veces había sufrido miradas de desaprobación ante una agonía prolongada.

El viejo verdugo hace hincapié en el nudo. Debe deslizarse de forma que no se atasque. Explica cómo ceñirlo al cuello. Lucas observa con atención, pero cavila si algún día llegará a tratar un ahorcamiento con tanta naturalidad como lo hace Mateo.

A pesar del reglamento, consiguen unos sacos y varios objetos pesados con los que Lucas practica el lanzamiento mientras Mateo corrige los errores. El aprendiz va ganando confianza e intenta absorber todo lo que puede. Su maestro le aconseja cómo solucionar los inconvenientes que pueden surgir sobre la marcha.

Lucas le ha querido explicar que, tras perder su modo de vida en la revolución, uno de sus jefes le había ofrecido el puesto de verdugo. Los nuevos líderes preferían no fiarse de los antiguos carceleros y menos de alguien como Mateo, que había ejecutado a tantos rebeldes. Lucas ya había matado durante los combates y había incluso disparado a sangre fría. Como Mateo, entendía la función de la pena de muerte y se esforzó en desechar cualquier posible repugnancia.


Es el día de la primera ejecución para Lucas. El nuevo verdugo acompaña al reo hasta la base del patíbulo. Allí Lucas sube las escaleras por delante de Mateo.

Desde el patio, el nuevo vicealcaide ironiza:

– Mira cómo no se lo ha querido perder.

El viejo verdugo se toma un momento para revisar la instalación y la aprueba en silencio. Musita algo que tal vez sea una oración dejando el resto en manos de su sustituto.

Entonces, Lucas ajusta el lazo alrededor del cuello de Mateo como este le había enseñado y abre la trampilla. Mateo cae y muere rápidamente. Ha hecho todo lo posible para que su última ejecución, la suya propia, fuera limpia; por su propio interés, sí, pero también sabiendo que, a su manera, ha reivindicado su buen hacer de años.
Para los demás, el verdugo de la tiranía ha pagado así las muertes que causó. Sin embargo, su sucesor no puede evitar pensar si él le podría acabar de la misma manera.

Domingo en una aldea rumana

El domingo nos llevan de excursión a una aldea. Vamos a ver la región de Maramureș en su versión más auténtica.

No todo va a ser estudiar el artículo genitivo o qué pronombre de cortesía hay que usar en cada caso. El domingo nos llevan de excursión a una aldea. Vamos a ver la región de Maramureș en su versión más auténtica.

Después de un rato en el autobús, nos damos cuenta de que el aire acondicionado tiene un problema: condensa agua dentro de la cabina y se está acumulando. En las curvas bruscas, el agua se desborda y cae sobre un asiento. Avisamos a los organizadores. Nada que hacer. Mejor evitamos la zona de precipitaciones.

Después de una hora de autobús, llegamos a la aldea. Varias familias nos esperan dispuestas a enseñarnos la Rumanía rural. Nos distribuyen por parejas y al chico polaco B. y a mí nos toca ir juntos. Nuestra familia está formada un matrimonio mayor y su hija, maestra en el pueblo. Ella está evidentemente orgullosa de sus tradiciones. En esta zona, el traje típico que lleva es todavía el traje de los domingos. La valla de su parcela tiene una puerta con tallas en madera de motivos estilizados: el árbol de la vida, círculos solares. Alguno de ellos no desentonaría en un arca del Pirineo. La familia nos ofrece su hospitalidad: el aguardiente local horincă acompañado de trocitos de tocino para proteger el estómago. Lo pruebo y veo que la graduación es más alta de lo que soporto. Me limito a una cantidad cortés. B., en cambio, demuestra más cortesía que yo y pide repetir. Varias veces. Pasa a la exaltación de la amistad entre rumanos y polacos. La lleva a la práctica invitando a la joven de la familia a bailar los pasos que hemos aprendido durante la semana. No le importa que no haya música. Ella acepta con una sonrisa y él demuestra su aprecio. Su aprecio por la horincă. Pido perdón en nombre del resto de la humanidad.

Salimos para reunirnos con el resto del grupo de estudiantes. Algunos han aceptado vestirse con los trajes típicos. Mis compañeras están encantadas con las blusas blancas bordadas y los delantales a rayas rojas y negras. Nos ofrecen unas explicaciones sobre la vida en la aldea y un poco de música tradicional. Comemos y bebemos en un espacio abierto de la aldea. Alguno bebe y come, por ese orden.

Llega el momento de la despedida. Recuperamos nuestra ropa de confección masiva y volvemos al autobús. Nos avisan de que pararemos en un sitio donde, desafiando la gravedad, una lata de bebida rodaría cuesta arriba. Me cuesta creerlo. El autobús se arrima al costado y me doy cuenta de que estamos en un carril sin arcén entre dos cambios de rasante. Bajo y paso al prado de la carretera para estirar las piernas o, más bien, para sobrevivir al impacto cuando el siguiente vehículo nos encuentre allí plantados. Alguien se dispone a demostrar el efecto. Me acerco para verificar si es una ilusión óptica o qué. No lo es, la lata rueda cuesta abajo respetando las leyes de la física mejor que nuestro autobús respeta el código de circulación rumano.

Seguimos camino por carreteras de montaña. B. sigue encantado de su encuentro con la horincă. Desgrana algunas canciones de la tradición de Maramureș que nos han enseñado. Cuando la letra se acaba, improvisa describiendo en verso libre cómo se siente. Le piden que se calle. Asiente y se tranquiliza unos minutos antes de volver a cantar. Compensa algunos fallos de gramática subiendo el volumen.

En una cuesta, el autobús se vuelve a detener. Algún tipo de avería que el conductor no puede arreglar. Tras varios minutos, nos dicen que alguien va a traer un bidón con gasóleo desde la base. Descendemos y nos repartimos por un prado. A unos metros hay almiares. Más allá, los valles y montes verdes de los Cárpatos. Realmente bonitos. A B. lo sublime del paisaje no le deja sin habla precisamente. Para más tipismo, llega un rebaño con su pastor. El pastor nos oye hablar español y entabla conversación con S. Más tarde, S. me cuenta que el pastor, más que español, habla catalán, leridano para más detalle. Había estado trabajando en Cataluña antes de volver a su tierra. No habrá quedado tan satisfecho porque le ha propuesto matrimonio a S., que no ha aceptado.

Reflexiono sobre cómo este día resume mi experiencia de Rumanía: hospitalidad, tradiciones, el campo, emigración, chapuza, naturaleza. B., que sigue cantando, me hace revisar mis prejuicios sobre los polacos para añadir otros nuevos.

Tras más de una hora, el gasóleo llega y podemos volver al hotel.

El lunes, en clase, la profesora nos pregunta por nuestra excursión. Ha oído que alguien ha bebido más de la cuenta. B. declara impasible que solo ha bebido “agua del pozo”. Río tan sin control que tengo que salir del aula para que la clase pueda seguir.

Miami, abril de 1991

Tres años haciendo piquete a la entrada del frontón.

Tres años haciendo piquete a la entrada del frontón. En los primeros meses, varias veces Mr. Patterson se hizo el encontradizo conmigo para intentar convencerme de que dejase la huelga, metiendo cuña para separarme de mis compañeros. Que si tú no eres como los otros, que si Manu y Larrus son medio marxistas (a los americanos no les gustan nada los marxistas) y que yo podía quedarme y tener años de carrera y luego de manager. Así muy a su modo de sembrar cizaña, a ver si cuela. Pero las cartas decían otra cosa, que la empresa ya no necesitaba de nosotros y que volviésemos a Euskadi. Lo que aquí llaman el poli bueno y el poli malo.

Intentaron sustituirnos con americanos, jugadores de béisbol que apenas sabían lanzarla por encima de la chapa o aficionados que estaban tan sorprendidos de ver al público como el público de verlos a ellos. Y, claro, el público dejó de ir. Entre la bajada de nivel y nosotros que gritábamos y movíamos las pancartas a la entrada, el jai alai ya no era un sitio para pasar un rato emocionante y ganar unos dólares si había suerte. Hasta el cubano del puro, como nosotros le llamábamos, dejó de ir.

Los de United Auto Workers estaban encantados de recibirnos. La International Jai-Alai Players Association. Los primeros deportistas profesionales en un sindicato general, decían. Nos orientaron y nos daban ánimos. Que los necesitábamos, porque, si hacíamos caso de los dueños, nunca volveríamos a jugar en Estados Unidos. De vuelta a Gernika a ver si encontraba algo, cuando mi hermano me contaba cómo estaba lo del paro.

Los abogados consiguieron que el juez le cortase las alas a los patronos y así seguimos aguantando con nuestros juicios y sus recursos. Mientras, nosotros plantados a la puerta del frontón. Cada uno es cada uno y entiendo que Mickey volviese a la cancha y Agirre cogiese el avión de vuelta después de unos meses. Pero nosotros luchamos por todos y por los que vengan detrás. Los derechos se consiguen luchando y lo que venga te lo echas a la espalda y p’alante, nos decíamos unos a otros.

Ya estoy cansado, todos estamos cansados, los dueños y nosotros. Por eso hemos aceptado, tras la huelga más larga del deporte americano, como dice el Nuevo Herald. No hemos perdido, volvemos a coger la cesta y sacamos 120.000 dólares cada uno. No compensan los tres años. Todavía tengo que calcular cuánto me toca, porque algunos han hecho más piquetes que otros y eso hay que reconocerlo.

¿Mereció la pena? Da miedo pensarlo. Ya casi tengo el brazo derecho como el izquierdo. Tengo ganas de volver a jugar y que los gritos de la gente tapen los golpes de la pelota contra el muro.

Estériles

– No acepto la opinión de sus supuestos expertos. Todo el mundo sabe que en Al-Azhar no se atreven a decir nada que ofenda al gobierno y el viejo general valora demasiado las relaciones con Gran Bretaña.

– Así que ni siquiera estas ocho decisiones de las diferentes escuelas sirven para reconozca el mal que ha hecho.

– ¿Mal? ¿Mal? Algunos me dirían que les he hecho un favor. Hay mucha gente que no está preparada para ser padres.

O’Hara podría citar muchos casos, pero no iba a decir nada que pudiera dar la razón a este loco.

– Además, ya es demasiado tarde. Los virus ya están extendidos por gran parte del mundo. Todo ha sido cuestión de paciencia. Como el agua, que acaba abriendo cañones y tallando acantilados. – El viejo hizo una pausa, satisfecho de compararse con una fuerza de la naturaleza.

– ¿Quién se cree usted para quitarnos nuestro derecho a tener hijos?

– Yo no les he quitado nada. Usted, teniente, y yo sabemos que la solución a su “problema” – marcó con sarcasmo – está en sus manos. O más bien en sus bocas. ¿No cierran sus oídos a la fe? Pues cierren sus bocas. – El maldito estaba encantado consigo mismo.

Ni siquiera el que la explicación de la epidemia de esterilidad hubiese llegado al público estaba sirviendo para recuperar la tasa de natalidad en el Reino Unido y muchos otros países. El hecho de que afectase mucho menos a la comunidad musulmana había hecho que las primeras investigaciones se perdiesen en callejones sin salida. El gobierno había explorado la posibilidad de un ataque biológico contra los rasgos genéticos propios de ciertas etnias. Años perdidos, con muy pocos nacimientos.

Parecía como si Ahmadi le leyese la mente.

– No soy un racista, no como los judíos, que intentaron enviar plagas contra nuestros hermanos árabes. – O’Hara sospechaba que su gobierno había aprovechado lo descubierto al buscar una defensa contra una posible arma biológica antiétnica para preparar las suyas propias. El científico siguió justificándose – Para mí, el color de la piel es solo una defensa contra el sol. Dios nos ve a todos iguales.

– Pero tú no nos ves iguales. – pensó la oficial, mordiéndose la lengua.

El plan había sido ingenioso. En vez de crear sus virus para atacar determinados rasgos genéticos, Ahmadi había hecho que redujeran la fertilidad de óvulos y espermatozoides a partir de un ínfimo nivel de alcoholemia. Por lo que se veía, eliminar la influencia del alcohol en las relaciones sexuales era suficiente para desequilibrar la tasa de natalidad de los grupos étnicos del país. No es que no hubiese musulmanes que le diesen al frasco, pero lo importante era la proporción. El genio loco, como le llamaban en el cuartel, estaba consiguiendo su objetivo de islamización porque la gente no era capaz de renunciar a sus tragos antes de ponerse a traer niños al mundo.

Equis, jota, ge

— Nosotros escribimos “México”, con equis, pero allá en España lo escriben también “Méjico”, con jota, ¿no?

— Nosotros escribimos “México”, con equis, pero allá en España lo escriben también “Méjico”, con jota, ¿no?

— Yo escribo “Mégico” con ge.

Lo mató en el acto.


— Sería mucho mejor que escribieses sobre algo importante. Las muertas de Ciudad Juárez, por ejemplo. Es una barbaridad lo que pasa y estaría bien que lo recordases.

— Tienes razón. Qué buena idea. Voy a probarlo.


— Nosotros escribimos “México”, con equis, pero allá en España lo escriben también “Méjico”, con jota, ¿no?

— Yo escribo “Mégico” con ge.

La mató en el acto. En Ciudad Juárez.


— Ni modo contigo.

El cuervo que comía caliente

El Oso a Espaldas recupera el aliento. Apoya una mano en la cadera y con la otra deja que la sangre gotee del hacha mientras mira su obra. Ya puede estar tranquilo, ya no tiene que temer que el Lobo Zurdo revele su secreto. Al Lobo solo le queda pudrirse bajo tierra en cuanto traiga herramienta para enterrarlo, aquí donde nadie lo buscaría. Mientras tanto lo tapará para que no lo encuentren las bestias. Como ese cuervo. Qué olfato tienen estos bichos, piensa. Acabo de abrirle el pecho al Lobo y ya viene uno a comerle los ojos. Seguro que se trae a la familia. El Oso hace aspavientos para asustarlo pero el cuervo vuelve a posarse un poco más lejos.

– ¡Graa! Oso, que te llaman A Espaldas por mal nombre, déjame comer caliente.

El Oso se paraliza. ¿Ha hablado el cuervo? Mira alrededor. Por un instante, le preocupa más que le vean hablando con un cuervo que haber matado al Lobo Zurdo.

– ¿Has hablado? ¿Eres un cuervo que habla?

– Todos hablamos. – graznó el cuervo – Pero, entre nosotros. Yo hablo contigo porque me gusta comer caliente.

El Oso sabía de cuervos que hablan. Un buhonero trajo varias veces uno que decía algo parecido a “Dame plata, dame plata”. Pero este cuervo hablaba alto y claro y le había llamado como lo hacían los aldeanos. El Oso solo pudo decir:

– ¿Que hablas? ¿Cómo hablas?

– ¡Graa! Porque me gusta comer caliente, ya te lo dije. Y lo que más me gusta sois los hombres. Después de una batalla, tengo mi festín y me peleo con mis primos por los ojos calientes de uno tierno sin casco. ¡Graa, grii! Pero también meto el pico por una lengua. Y es en la lengua donde los hombres tenéis el habla.

– Pero los difuntos no hablan. – La sorpresa hace que el Oso intente aplicar la razón en esta situación irreal.

– ¡Gree, gree! Quién dijo que estén muertos, gree, que no todos lo están cuando yo llego. Y de estas delicias tibias, ha hecho la Negra que yo hable como los hombres. Que yo no lo pedí, pero ya que estamos, te digo, aparta del Lobo y déjame que lo pique antes que vengan mis parientes.

– No te tengo miedo. – dijo el Oso aunque sí empezaba a tenerlo. No es lo mismo matar a hachazos al Lobo que conversar con un cuervo tan locuaz.

– A mi piquito, ¡grii!, no tienes miedo, pero a mi lengua lo tendrás como vaya a vuestra asamblea y les diga a los hombres libres por qué mataste al Lobo, ¡grii, graa! Lengua de hombre, lengua de cuervo.

El sudor que recorría la espalda del Oso tras la pelea se volvió frío de repente.

– Grii, grii. ¿Qué quería el Oso a Espaldas? ¿Por qué mató a su amigote, ote? Grii. – El portador de desgracias intentaba cantar con su voz inhumana pero no era eso lo que espantaba al Oso. – ¿Qué hicieron el Oso y el Lobo en el camino de la Mujer Muerta? ¡Otra mujer muerta! ¿Y quién era su hermano? ¿Y quién era su padre? El Oso no lo dice, el Lobo no puede, pero un cuervo lo vio, un cisne de la Negra. ¡Deja comer al cuervo! ¡Graa!

– ¡Cállate, cuervo! – En el grito del Oso se fundían el miedo a que la verdad se supiese y la incomprensión ante lo que estaba viviendo.

– ¡Graa! ¡Déjame comer caliente! ¡Solo quiero comer caliente, Oso! – graznó el cuervo mientras se acercaba al Lobo, que parecía estar boquiabierto mirando al cielo todavía.

El Oso se apartó asqueado mientras el aprendiz de delator se lanzó sobre la cara, salpicándose de sangre las plumas negras. El Oso daba vueltas a su cabeza. Cuando pensaba que su secreto estaba a salvo, la Negra traía un animal para divulgarlo. ¿Qué podría hacer? En ese momento, vio que el cuervo glotoneaba intentando llegar a la lengua del Lobo. Aprovechando la distracción, descargó el hacha, todavía sucia, sobre el cuerpo del cuervo. El primer golpe le dio en un ala y el carroñero pudo saltar hacia atrás con un chillido, pero la misma pericia que le había permitido derribar a su antiguo compañero hizo que alcanzara en la otra ala y la cabeza al pájaro. Se aseguró de que estaba muerto.

– ¡Ahí, ahí, comedor de carroña! ¡Qué hablas ahora, que no te oigo! ¡Querías la lengua del Lobo! ¡Vete a graznar a la asamblea! – El Oso gritó al amasijo de plumas hasta que se desahogó. Miró al cielo con aprensión, arrastró el cadáver junto a un árbol, echó encima los restos del ave y empezó a buscar piedras y ramas para ocultarlos.

El hotel de la terminal

– En la 403.
– ¿Estás seguro?
– Seguro no estás nunca, pero si viene sin hacer reserva, con una bolsa pequeña, no contrata desayuno,…
– Tampoco es que nuestro desayuno sea maravilloso.
– Dentro de nuestra gama de precios, es lo apropiado. Pero ahora no estamos hablando de eso. Ahora tenemos un posible problema en la 403 y tienes que arreglarlo. No queremos repeticiones.
Eduardo acata el reparto del trabajo. La vieja dividió la propiedad entre los dos hijos, así que Leo lleva el día a día y a él le tocan los problemas. Entre otras cosas porque sabe solucionarlos. Se acerca al ascensor.
– Ten cuidado.
Eduardo no sabe si es “Ten cuidado, que no te pase nada malo.” o “Ten cuidado, no nos metas en líos.” En otro momento le dará vueltas a si su hermano se preocupa por él más que por el negocio. Ahora hay que estar a lo que estamos. Las puertas se abren en el cuarto piso y se acerca a la puerta con el 403 (Habrá que repasar la plaquita de la 401, ha saltado un poco de pintura del 4).
Contiene la respiración para escuchar. Ruido de agua, está llenando la bañera. Duda, no quiere molestar pero uno de los poemas habla de cortarse las venas “de roja tibieza” o algo así. El huésped no va a limpiarlo, serán ellos los que lidien con la sangre y el agua. Como si no bastaran los líos con la policía, la jueza, intentar que los demás huéspedes no se enteren,… Maldito poeta. Del Princesa de Asturias tendrían que descontarle todos los disgustos que crea. Eduardo toma y suelta aire. A lo que estamos. Llama a la puerta:
– Disculpe, señor Ugarte. ¿Puede abrirme?
Un segundo. Dos segundos. El ruido de agua para. Oye pasos, al menos el fulano no ha empezado.
El tal Ugarte abre con cara de sorpresa. ¿Sorpresa, vergüenza, contrariedad?
– ¿Sí?
Eduardo alcanza a ver un libro en la mesilla. “Que no sea ‘Hotel Terminal’, que no sea ‘Hotel Terminal’.”
– Buenas tardes, señor Ugarte, soy Eduardo. Mi compañero de recepción cree que se ha dejado esta bolsa en recepción.
Ugarte mira la bolsa, no entiende nada.
– No, creo que he subido todo lo mío. Esa bolsa no es mía.
Claro que no es tuya. Era del ahorcado, se la dejó la policía y todavía no hemos decidido si esperar a que la familia la reclame o tirarla.
– Será un error, perdone la molestia. ¿Está todo bien en la habitación?
– Sí, sí. Perdóneme usted, pero quería darme un baño.
– Desde luego, le dejo tranquilo.
La puerta se cierra mientras Eduardo va bajando la escalera. Soltemos tensión tras la falsa alarma. El miedo está justificado cuando tienes cuatro suicidios en lo que va de año. Y todo porque un pretencioso del que nadie normal ha oído hablar cree que el nombre de tu hotel es un buen título para un libro de poemas sobre formas de matarse. ¿Quién lee poemas hoy en día?
Un estallido en la habitación de Ugarte, ¿un disparo? Eduardo blasfema mientras corre escaleras arriba.

#MillsQuixote

An English translation of #MolinosQuijote. I worked on a draft by Google Translator, so a rewrite would not be out of place, but not now.


From the mill the eye could see the whole town. There it was, with its broken windows, the factory where he had chosen not to work. There were Carrasco’s new houses where my former mates weathered their crises, the general one and our personal ones, just as I did with mine.

A few years ago I did not want to even remember the name of the town. But I had also fallen in social networks, and when someone suggested a class reunion, I fancied to know what happened to Preacher, Barber (each nickname had a story but not today) and those other kids among which I had spent my early years.

As we caught up while I did damage reckoning (Aldonza was no longer the princess she had looked to me then, although Carrasco’s millions disguised it), I was asked how I was doing in Barcelona. I dodged the question with generalities and questioned them back. People like to talk about themselves and I would rather listen then retelling my misery. In the end the unskippable question was: «Sancho, what do you know about Jota? You left together, right? «. I could tell little.

All our kids adolescence went in little sleep and much dreaming, but only Jota and I had moved forward with our dreams. Barcelona seemed to us the first step of success, where we would rub elbows with those hairy guys with bright guitars we saw on album covers.

Not that «we hit reality», simply it fell upon us and we never escaped it. We got to play («The reason of unreason», the name that looked so smashing in the third row of the poster!) at various festivals, even some that, in those years, had made their reputation such as Rock Guinart. In other gigs we left scarred in our pride and in our pocket. I even returned from Atari severely beaten. Amidst, we collaborated in nutritious work. But «success» never arrived. We were not as talented as we thought in our Mancha town.

Eventually I got used to my mediocrity and looked for what my parents called «a real job». I knew about Jota from what Hamid, a common acquaintance, told me and I liked less and less what he told me. Jota had met Blanca, a girl who led him to what he called the «wild side» of music. I once had what we called a ‘Fierabras» with them by the beach. I almost couldn’t tell it. Jota instead followed with Blanca and her friends.

I was already ashamed that somebody would associate me with that junky, which is what he was becoming. When you talked with him, it was all castles in the air, «he was in a deal with someone», «everything was about to take off» and there was a place for me in the project. Weeks later, Hamid gave me a reality check. Jota was stumbling and losing on one side what little he was earning on the other.

The 27th birthday went by and neither of us entered the club of those who leave a beautiful corpse. My decent life and my real job took me in another direction and I barely remembered the old town and Jota.

So when, after the reunion, Jota contacted me, I do not know whether curiosity, affection or nostalgia led me to set an appointment with him in this mill where I’m waiting.


– «Sancho, is it you? You have changed. »

– «Hey, so you’re Jota, of course. You really are changed. «- I bite my tongue not to say how bad he looks.

I return to recite the generalities that I had told at the meeting, but Jota is somewhere else. I ask him about his life; I comment, as if by chance, that one of our former mates wants to start a livestock business:

– «If you’re planning to stay in town, you can talk to Carrasco. He said he needs people.»

– «Sancho, Sancho, you know that these are dreams like those we told ourselves there.» – He points to the park near the record store (Then the town featured a record store) – «Do you see me as Alonso, the Shepherd?»

Alonso is his surname, used by the police and doctors. To us he has always been Jota. Noticing a tension in his voice that did not come from the fantasies of Barcelona, I asked «Are you all right, Jota?» while knowing he was not.

– «I almost could tell you that I have not been better in my life. I now see everything clear and disown all those fantasies. I will never be a rock star and I could never be. I should have done like you and make do with what I can be, which is very little. »

The tension is gone. I interrupt and try to rekindle the old dreams. Jota may be a junkie but not an idiot. I’m not convincing him. I tell him what my life is and what I think of myself every Monday morning, trying to encourage him by contrast. He smiles: «You are so metaphysical». Of course what I am saying is useless and even if it were not, I see that you he is not paying attention. Suddenly he faints. I try to reanimate him while I call emergencies and I watch the ambulance climb along the mill road. They ask me and I respond as I can. They carry him away.


I talked to the doctor. I hear words I can not understand. No matter what he says. Now I think Jota, Alonso, had gone to the mill to die, watching the town in my company.

#MolinosQuijote

Desde el molino la vista alcanzaba todo el pueblo. Ahí estaba, con sus vidrios rotos, la fábrica donde no había querido trabajar. Allá estaban las casas nuevas de Carrasco, donde mis antiguos compañeros sobrellevaban sus crisis, la de todos y la personal de cada uno, como yo lo mía.

Hace unos años no quería acordarme ni del nombre de aquel pueblo. Pero yo también había caído en las redes sociales y, cuando alguien propuso que nos reuniéramos todos los de clase, me atrajo volver a saber del Curita, el Barbero (cada mote tenía su historia pero no es esta) y aquellos otros chavales entre los que había pasado mis primeros años.

Mientras nos poníamos al día y hacía recuento de daños (Aldonza ya no era la princesa que me parecía entonces aunque los millones de Carrasco lo disimulaban), me preguntaban cómo me iba en Barcelona. Yo me zafaba con vaguedades y les devolvía la pregunta. A la gente le gusta hablar de sí misma y yo prefería escucharles a volver a contar mis miserias. Al final la pregunta que no faltaba: “Sancho, ¿qué sabes de Jota? Os fuisteis juntos, ¿no?”. Poco podía decirles.

A todos los chavales se nos había ido la adolescencia en poco dormir y mucho soñar, pero solo Jota y yo habíamos seguido adelante con nuestros sueños. Barcelona se nos antojaba el primer paso del triunfo, donde nos codearíamos con aquellos melenudos con guitarras brillantes que veíamos en las portadas de los discos.

No es que “nos golpeara la realidad”, simplemente nos cayó encima y nunca salimos de ella. Conseguimos actuar (¡“La razón de la sinrazón”, el nombre que nos parecía de perlas en la tercera fila del cartel!) en varios festivales, hasta en algunos que en aquellos años tenían su renombre como el Rock Guinart. En otras actuaciones salimos quemados en el orgullo y en el bolsillo. Del Atari incluso volví molido a palos. En medio colaborábamos en trabajos alimenticios. Pero nunca llegaba “el éxito”. No teníamos el talento que nos creíamos en nuestro pueblo manchego.

Con el tiempo me fui acostumbrando a mi mediocridad y busqué lo que mis padres llamaban “un trabajo serio”. De Jota sabía lo que me contaba Hamid, un conocido común, y lo que me contaba cada vez me gustaba menos. Había conocido a Blanca, una chica que le llevó a lo que él llamaba el “lado salvaje” de la música. Yo alguna vez me tomé con ellos lo que llamábamos un “fierabrás” junto a la playa. Por poco no lo cuento. Jota en cambio siguió con Blanca y sus amigos.

Ya me avergonzaba que me relacionasen con aquel yonqui, que es en lo que se estaba convirtiendo. Cuando hablabas con él, todo eran castillos en el aire, “estaba en tratos con alguien”, “no faltaba nada para despegar” y habría un sitio para mí en el proyecto. Semanas después, Hamid me desengañaba. Jota seguía dando tumbos y perdiendo por un lado lo poco que ganaba por otro.

Pasaron los 27 años y ninguno de los dos entró en el club de los que dejan un bonito cadáver. Mi vida decente y mi trabajo serio me llevaron por otro camino y apenas me acordaba del pueblo y de Jota.

Por eso, cuando, después de la reunión de antiguos alumnos, Jota me contactó, no sé si la curiosidad, el afecto o la nostalgia me llevaron a quedar con él en este molino donde estoy esperando.


– “Sancho, ¿eres Sancho? Estás cambiado”.

– “Eh, tú eres Jota entonces, claro. Tú sí que estás cambiado.” – Me muerdo la lengua para no decir lo mal que le veo.

Vuelvo a recitar las generalidades que había contado en la reunión, pero Jota está en otra cosa. Le pregunto por su vida, le comento, como al caso, que uno de los excompañeros quiere montar un negocio de ganadería:

-“Si estás pensando quedarte en el pueblo, puedes hablar con Carrasco que dijo que necesita gente.”

– “Sancho, Sancho, sabes que eso son sueños como los que nos contábamos ahí.” – Señala al parque junto junto a la tienda de discos (Entonces el pueblo tenía una tienda de discos) – “¿Me ves tú de Alonso, el pastor?”

Alonso es su apellido, por el que le llamaba la policía y los médicos. Para nosotros siempre ha sido Jota. Notando una tensión en su voz que no era la de las fantasías de Barcelona, le pregunto “¿Estás bien, Jota?” sabiendo que no lo está.

– “Casi te digo que no he estado mejor en mi vida. Que ahora veo claro y reniego de todas aquellas fantasías. Nunca seré una estrella del rock y nunca pude serlo. Tendría que haber hecho como tú y conformarme con lo que puedo ser, que es bien poco.”

La tensión se ha ido. Le interrumpo e intento avivar los viejos sueños. Jota será yonqui pero no idiota. No lo estoy convenciendo. Le cuento lo que es mi vida y lo que pienso de mí mismo cada mañana de lunes, intentando animarlo por contraste. Se sonríe: “Metafísico estás”. Por supuesto lo que digo no sirve de nada y, aunque sirviera, veo que no me está haciendo caso. De pronto cae desmayado. Intento recuperarlo mientras llamo a emergencias y veo como la ambulancia sube por la carretera del molino. Me preguntan y respondo como puedo. Se lo llevan.


He hablado con el médico. Oigo palabras que no puedo comprender. Da igual lo que me diga. Ahora creo que Jota, Alonso, había ido al molino a morir, mirando el pueblo y conmigo al lado.